Dicen que a la mente hay que tenerla de amiga y nunca de enemiga; pero qué difícil.
Te manda al frente con tanta facilidad…tira la piedra y esconde la mano.
Como los chiquitos cuando abren la boca y, por un momento, se congela la imagen, porque sueltan esas bocanadas – no de aire fresco, sino de verdades incómodas.
Sin ir más lejos el otro día me contó una historia – sigo hablando de mi mente.
Una historia que 𝘮𝘦 𝘱𝘶𝘴𝘰 𝘦𝘯 𝘮𝘰𝘷𝘪𝘮𝘪𝘦𝘯𝘵𝘰, que activó todas mis alarmas. Rápidamente empecé a sentir cómo toda la química me invadía el cuerpo – pero no la de las mariposas en el estómago, la otra, la que no es tan divertida.
Así que estaba en ese viaje, afiladísima, esperando el momento justo para ¨proyectar¨ 𝘵𝘰𝘥𝘰 𝘦𝘴𝘰 en un otro. Liberar esa adrenalina que ya estaba en ¨nivel Dios¨.
De repente, por alguna Gracia Divina, me doy por enterada que esa historia que mi 𝘢𝘮𝘪𝘨𝘢-𝘯𝘰-𝘵𝘢𝘯-𝘢𝘮𝘪𝘨𝘢 me había contado, no era realmente así. No era en absoluto así.
– 𝘘𝘶é??? 𝘠 𝘢𝘩𝘰𝘳𝘢 𝘲𝘶é 𝘩𝘢𝘨𝘰 𝘤𝘰𝘯 𝘵𝘰𝘥𝘰 𝘦𝘴𝘵𝘰??
– 𝘔𝘢𝘯𝘦𝘫𝘢𝘭𝘰 – me respondió ella y ahí mismo me soltó la mano.
Gauchita, como siempre.
Esa vez no llegué a hacer el ridículo. Me guardé el espectáculo. 𝘓𝘢𝘷é 𝘭𝘰𝘴 𝘵𝘳𝘢𝘱𝘪𝘵𝘰𝘴 𝘴𝘶𝘤𝘪𝘰𝘴 𝘦𝘯 𝘤𝘢𝘴𝘢 – en compañía de mi silencio.
Pero igual dejó una marca.
Algún gustito amargo.
Tal vez por pensar que me agarró con la guardia baja y entré con envión. Me distraje.
Tal vez por pensar cuántas otras veces habrá pasado lo mismo pero ni me enteré.
Así vamos un poco por la vida. Reaccionando.
Y no reaccionamos ante el otro, reaccionamos ante nuestras propias creencias.
Reaccionamos ante un mito personal, que sólo es eso, un mito.
Nos defendemos y atacamos sólo para que nuestro ego no se incomode.
Pero la historia cuenta que en la incomodidad, muchas veces se esconde el crecimiento.
Y ahí mismo se abren portales que nos permiten seguir jugando, pero a otro nivel.
Bienvenida esa incomodidad que nos avisa que nuestra consciencia ya está para otra cosa.