Ese saber que no es sólo conocimiento.
El ¨saber¨ de haberlo ¨saboreado¨ en el cuerpo.
Y eso fue lo que sucedió.
Me adentré en el útero materno, no como un proceso intelectual de aprendizaje, sino desde mi propio registro corporal.
Una ceremonia, un estado expandido de consciencia, me permitió vivenciar, una vez más, todas las sensaciones de estar allí como bebé, para luego abrirme camino al mundo.
Ahora puedo decir que Sí saboreé lo sagrado de ese proceso.
Lo profundo. Lo suave.
Reconocer el placer simplemente de sentirse sostenida.
O el placer de no hacer nada y de sólo Ser.
Algo que, con el tiempo, vamos olvidando mientras nos adaptamos a dinámicas que, a menudo, no son ni naturales ni orgánicas.
Mi cuerpo me guió a través de cada etapa con movimientos lentos, como si una fuerza invisible estuviera llevándome de la mano.
No tenía que hacer nada más que dejarme llevar.
Y reconocí cómo, al crecer, también perdemos esa capacidad de soltarnos, de confiar, por esa necesidad imperiosa de querer controlarlo todo.
No sólo me encontré en esa suavidad, en ese espacio atemporal donde todo es presente, sino que entendí que mis ganas de ¨salvar¨ al otro – en este caso a mi madre no tenía que ver con creerme por encima de ella.
Nunca fue un subestimarla.
Muy por el contrario, mi necesidad de salvarla (de su dolor) nacía de mi profundo deseo de ser vista. Y claro! ¿Cómo no?
Eso es lo que todos queremos.
Nuestro único y gran anhelo: ser protagonistas del amor de quienes más amamos.
Simplemente porque el Amor es la Fuerza de Vida.
Ése es nuestro verdadero alimento.
Quería ¨salvarla¨…para ¨salvarme¨ a mí misma.