Realmente no importa cuántos años de terapia hayamos hecho, cuántas veces hayamos relatado nuestra historia familiar…porque no importa lo que hagamos sino el desde dónde lo hacemos.
Hay algo que se diluye en todo ese camino si no nos adentramos desde la máxima honestidad en cualquier proceso terapéutico.
Porque es esa ¨disponibilidad¨ a abrir, a ver, a no mantenernos a la defensiva la que, finalmente, permite el espacio para la verdad.
Y aunque por momentos podría parecer que estamos yendo en contra nuestro, resulta ser todo lo contrario.
Estamos yendo al encuentro de ese lugar ¨que sabe¨ dentro de nosotros. Ese ¨espacio de verdad¨ – que es anterior a cualquier relato, donde volvemos a recordar que todo aquello que vemos no es sino un aspecto nuestro.
Eso conlleva, muchas veces, a tragarnos esa medicina que tanto recetamos a los demás.
A comprender que seguimos dando vueltas en lo mismo porque nunca nos ocupamos de la causa, sino de gestionar los efectos para que sean lo menos incómodos posible.
Y ese movimiento hacia la honestidad abre camino para que no nos quedemos enganchados en nuestras mismas historias de siempre, que hasta el momento ni siquiera nos trajeron esa paz que prometían.
Vamos hacia la honestidad para no buscar pruebas que refuercen ese relato de conflicto.
Para cuestionar todas aquellas ideas a las que nos apegamos, porque en algún momento creímos que nos servían.
Ahora reconocemos que nada que nos mantenga en la lucha, nada que nos separe del otro puede servirnos.
Ya no es un tema de si es justo o no, si el otro debería o no.
Si estamos en conflicto, esas ideas no nos sirven.
No podemos pretender estar felices si nuestra mente está en guerra. No dan las cuentas.