Él no quería bajar, no quería acompañarla.
O tal vez, simplemente no podía. Rehuía de las profundidas.
Era dolor, mucho, lo que había detrás de esa decisión – aunque no estuviese tan claro.
Aunque se dijese, una y otra vez, que él lo hacía de otra forma y, por momentos, hasta quisiera convencerla a ella, y así mismo, que la vida podía ser diferente: estable, sin conflictos. Ahí estaba. Las heridas hablan, sin importar las veces que las ignoremos.
Son las huellas del pasado que nos impiden apreciar el presente.
Ella, posiblemente más salvaje, estaba entregada – comprometida – en cuerpo y alma a su proceso, a su dolor, y también al crecimiento de ambos y, por eso, le costaba todavía la idea de hacerlo sola.
Lo que para él era agobiante, para ella era sagrado.
El silencio y todas las lágrimas – esas que al llegar a la otra orilla ya se saben dulces…todo, todo eso que traía el dolor, era algo sagrado para ella.
Digno de respeto, de tiempo y de espacio.
Sabía – lo sentía – que todo eso era el preludio a un gran salto, a un habitarse más completos.
Pero dejar de ser los que eran y saltar a lo nuevo…tenía el costo de dejar de ser los que eran.